Relato fotográfico Surcos Nº 02
Así se prepara para pelear la armada romántica. El nuevo
escenario de una vieja disputa muestra cómo, en América Latina, recelos
nacionalistas impiden la integración verdadera.
Cualquiera diría que estamos en alta mar. Pero estamos aquí, a casi cuatro mil metros de altura, en un mar interior que no lleva a ninguna parte. Navegamos en una embarcación que ruge como una cortadora de césped asmática.
La bandera boliviana flamea sobre la cabina del timonel que mira taciturno
las montañas que nos rodean. El cielo de mediodía está exageradamente azul, las
nubes parecen algodones de azúcar y el sol calienta la cabeza como si no hubiera atmósfera que lo amortigüe. Mientras tanto, media docena de marineros, que están disfrazados de
buzos con aletas, se ponen sus antifaces de acrílico y se llevan sus horquetas
a la boca. Caminan por la plataforma trasera que tiene esta embarcación y se
acercan al borde. Esperan que llegue la orden para empezar. La lancha mediana
avanza a velocidad de carretera. Y el vaivén de las olas miniatura de este mar
dulce y helado la hace saltar. En otro bote, inflable y con motor fuera de
borda, van los tres capitanes a cargo de esta exhibición. Todo queda listo y
los buzos se preparan para una operación submarina, como si jugaran a la guerra imaginaria. Una guerra improbable por volver al soñado charco azul, a ese mar que está a miles de kilómetros de aquí.
Alguien da una orden por radio y la división de buceo de la
Armada de Bolivia se lanza al agua. Asusta descubrir lo obvio. Al ver esas
maniobras uno recuerda que los marinos siempre se están preparando para el
combate. Aunque nunca llegue. Miro las caras de dos marineros que llevan
salvavidas fosforescentes al cuello y que se han quedado en la nave. No deja de
perturbarme su apariencia de niños. Un militar siempre está dispuesto a morir
por defender un pedazo de tierra (o de mar), y da la impresión de que estos dos
no se han enterado. Me acerco al más risueño y callado y pequeño para indagar.
“¿Por qué quisiste ser marino?”, le grito para que oiga mi pregunta por encima
del rugido del motor. Y él se queda en silencio un buen rato, como si nunca se
lo hubiera preguntado. Este marino es de la tropa, del último escalafón de la
Armada. Es del tipo de soldados que van en la primera línea, como carne de
cañón. De pronto él despierta y me responde: “Para recuperar el mar, ése es mi
deseo”. Y lo dice como si repitiera un viejo evangelio. Lo dice con una dosis
de fe. De fe ciega.
Estamos frente a la base naval más importante de Bolivia, en
el mejor remedo del mar que tiene este país, el lago Titicaca. Difícil estar
aquí y no pensar cuán lejos está el océano de verdad, el gigantesco continente
azul. Aquí los marinos bolivianos entrenan sin descanso, como cualquier hombre
de mar. Quieren estar preparados, dicen, para cuando llegue el día. Su día
soñado, cuando tengan una costa de la que puedan zarpar hacia otros continentes
y en la cual puedan desembocar todas sus esperanzas
de progreso. Vamos de vuelta al puerto enano que hay en la
base de Tiquina y donde se construye hace meses el primer buque hecho por
bolivianos. Los buzos han terminado su exhibición y han sido recogidos por el
bote inflable, en el que van los capitanes. Al rato pisamos tierra. Todos los
bolivianos han nacido creyendo que su historia sería distinta si Chile nos les
hubiera “robado el derecho de tener mar”, como me dice el capitán X, quien nos
recibe en el pequeño muelle de la base. El capitán X es un tipo amable y con un
ligero aire campechano que lo hace parecer un hombre pacífico, incapaz de
disparar un cañón. Está acompañado por el capitán Y, un moreno huraño a quien
le cuesta emocionarse. Ellos han sido mis anfitriones desde que llegué esta
mañana a la base de Tiquina, luego de viajar tres horas en un bus casi vacío
que sólo llevaba a algunos campesinos. Unos anfitriones que han preferido el
anonimato para poder contarme, libres de la versión oficial, sus traumas
acuáticos y sus sueños portuarios.
Habíamos salido de la base a tomar desayuno en un cafetín de
la plaza que estaba al lado. Fue ahí que empecé a entender cómo se vive en un
país al que le han amputado una pierna. Y que no soporta verse al espejo
mutilado de costa. Imagínate que tienes una casa, tu casa. Un día viene un tipo
y se apodera de tu puerta. Ya no puedes salir a la calle por ahí. Te dice que
si quieres salir por tu puerta deberás pagarle. Y te ves obligado a salir por
la ventana o por encima del muro, porque te resistes a pagarle. Pero es tu
casa, y piensas que debes recuperar tu puerta. “Así nos sentimos los
bolivianos”, me explica el capitán X, quien me ha puesto el ejemplo para ver si
entiendo. Después de la Guerra del Pacífico de 1879, Bolivia perdió 480
kilómetros de costa y se quedó atrapada dentro de su propia casa. Desde
entonces ha tenido que salir por la ventana. Para el capitán X, igual que para
la mayoría de los bolivianos, la falta de mar es una forma de explicar la
pobreza de su país. “Si tuviéramos mar, todo sería mejor, porque se nos
abrirían las puertas del mundo”, asegura antes de darle un mordisco al pan que
tiene entre sus manos.
Ahora se sienten encerrados, encarcelados. Y no les parece
justo que los chilenos no les den una salida, me recuerda el otro capitán tras
sorber su café. Han crecido pensando que cuando uno tiene mar la economía
mejora, las exportaciones se multiplican y llega más gente de todo el mundo.
Los cálculos dicen que la economía deja de crecer un 1,5 por ciento por cada
año de privación marítima. Han soñado desde niños con pasar los días de verano
en sus playas y las noches caminando en familia por el malecón. Y el mar,
además de ser el lamento boliviano más popular, ha sido la coartada más
predecible de sus presidentes y dictadores. “Cada vez que necesitaban conjurar
sus divisiones internas o disimular su impopularidad”, la causa del mar ha
resucitado, asegura Vargas Llosa, quien pasó años de infancia en Cochabamba.
Rebobinemos. La historia boliviana más reciente cuenta que
Gonzalo Sánchez de Lozada fue el último ingenuo que tuvo que dejar la presidencia
de Bolivia antes de tiempo. Hace unos años todos nos enteramos de que los
bolivianos se habían sacado la lotería, y que muy pronto serían millonarios. En
Tarija había tanto gas bajo tierra que ni en seiscientos años de consumo
creciente podrían acabarlo ellos solos. Era una veta gigante y llena con el
combustible del futuro. Estados Unidos y México comprarían.
La pregunta que le daba insomnio al presidente de entonces,
Sánchez de Lozada, era ¿por dónde sacamos el gas si no tenemos mar? ¿Perú o Chile?
Pasó el tiempo. El presidente se reunió por aquí y por allá, negoció en privado
posibles acuerdos, sintió nostalgia por el mar y pensó que, ahora que tenía el
gas que todo el mundo quería, estaba mucho más cerca. Estimó, evaluó, calculó,
habló mucho por teléfono y al final decidió. Fue muy criticado por el precio
que convino con los importadores. Sus enemigos denunciaron que prácticamente le regalaba el gas a Estados
Unidos. Y bastó que Sánchez de Lozada insinuara que el gas de Tarija saldría
por un puerto chileno para que estallara una revuelta popular, que degeneró en
batalla campal, y que dejó decenas de muertos en las calles de La Paz. El
presidente también murió, políticamente. Tuvo que irse. Entonces un periodista
llamado Carlos Mesa terminó sentado a los pocos meses en el sillón presidencial
del Palacio Quemado, con una aprobación de más del setenta por ciento. Todos
querían al nuevo. Y lo quisieron más cuando, frente a las cámaras de televisión
de todo el mundo que cubrían la Cumbre de las Américas en México, le exigió a
su colega chileno Ricardo Lagos sentarse a negociar una salida. Para los
bolivianos ése fue un acto de dignidad histórica. Un atrevimiento público que
habían esperado durante años de sus políticos, y que nadie se había atrevido a
hacer jamás. Para los chilenos eso no fue nada. La noticia estuvo al día
siguiente en boca del mundo. Los massmedia le habían regalado más puntos al
presidente periodista que demostraba su oficio. Aunque en apariencia el reclamo
de Mesa no tuvo ningún resultado concreto,
pasado un tiempo Chile le hizo la ley del hielo a Bolivia. Y las
relaciones se enfriaron. Hasta que todo se congeló.
EL CAPITÁN
X es de aquellas personas que se emocionan cuando pronuncian la palabra
“patria”. Cruzamos la plaza y dejamos atrás el restaurante del desayuno en el
que está colgado el único teléfono público del pueblo. Afuera ha empezado a
llover y el cielo de la sierra se ha nublado de golpe. Vamos de regreso a la
base para seguir con el tour militar. Caminar con ellos es extrañamente cálido
porque te hacen olvidar que tienen una mentalidad uniformada. El capitán Y, que
parecía cumplir un papel secundario en esta película marina, ha empezado a
hablarme con menos cautela. Se nota que han sido entrenados para callar. La opinión
de un militar educado debe guardar la horrible solemnidad de un comunicado de
prensa. Por ratos ellos caen en ese pálido tono impostado. Al comienzo me
habían dicho con timidez que casi no tenían nada que decir sobre el gas y las
renovadas posibilidades de salir al mar. Pero el capitán X es vehemente y ahora
me confiesa que él está convencido de que Bolivia debe actuar con soberbia
calculada para que el gas logre abrirles aunque sea una franja de tierra en el
norte de Arica. Piensa que es lo justo. Se emociona, alza la voz, golpea el
aire con sus manotazos, y le creo el drama obnubilado que actúa para nosotros.
El capitán Y, en cambio, es como un eco tímido de su colega X. Llegamos al
campo de cemento que hay en medio de la base. Unos doscientos soldados bajitos
y flacos como escopetas se hunden en sus uniformes de dos tallas más. Se
parecen a la tropa peruana, y quizá a la chilena y a la ecuatoriana: todos
provienen de la misma fábrica con hambre. Los soldados de un ejército pobre,
como los de América Latina, siempre parecen tener diez años. Los veo marchar y
cantar y repetir sus rutinas de perfectos soldaditos de plomo que no saben por
qué ni para qué. Me aburren. Prefiero contemplar la postal que nos rodea.
El lago
Titicaca no parece tan grande desde esta garganta estilo Gibraltar que es el
estrecho de Tiquina. Es como una piscina angosta que conecta y delimita a Perú
y Bolivia. Si navegáramos unas millas fuera de este callejón de agua, veríamos
su verdadero infinito: el Titicaca es tres veces más grande que Luxemburgo y
casi del tamaño de Puerto Rico. Los cerros, y el viento helado que por las
mañanas te cuartea los labios, esta tarde te arrullan.
Y la calma
que se siente es tan rotunda que imagino cuán difícil es cultivar una
mentalidad bélica en tan pacífico escenario. El capitán X pertenece a una
estirpe que sólo existe en esta base naval. Una estirpe de gentes en las que
habita un alma de marino sentimental: son niños que han soñado y rabiado en la
escuela por el océano perdido y que ahora, de adultos, están dispuestos a
recuperarlo, por épico amor. “El día que volvamos al mar, quiero estar ahí”, me
jura el capitán X, quien lo dice pensando en sus hijos y en esa vez que los
llevó a la playa en el Perú. Para un boliviano, igual que para cualquier mediterráneo,
conocer el mar es lo que para Aureliano Buendía fue conocer el hielo. Y muchos
viajan a la costa peruana para perder la virginidad marítima. Un día la familia
del capitán X partió de La Paz en busca de sol y playa. Subieron y bajaron los
Andes por carreteras caprichosas y tuvieron que serpentear abismos mientras
descendían en busca del mar perdido. Llegaron al puerto de Ilo, la zona de
libre tránsito que el Perú había abierto para que los bolivianos puedan correr
olas. Al capitán X se le había grabado una imagen que atesoraba como una
estampita: sus hijos jugando en la arena y persiguiendo la espuma del mar,
mientras se mojaban los pies. Esa fotografía de la nostalgia podrá ser cursi
pero es exacta. Captura la necesidad y la obsesión de un país entero que ahora
reza al pie de una llave de gas que le abra la puerta al mar. Pero regresemos
al Titicaca: “Si este lago tuviera tres o cuatro grados más de temperatura,
todo sería distinto”, me dice X. Las orillas serían playas exquisitas y, si
cierras los ojos y tienes un segundo de imaginación, le creerás al capitán X
cuando dibuja en el aire con su dedo índice los hoteles de lujo que habría
alrededor: el Titicaca sería el último refugio del turismo exótico de oferta.
Llegarían las multinacionales del confort, y todo el mundo vendría a tomar sol
y a nadar en este Caribe de las alturas. Los bolivianos extrañarían menos el
mar. Pero el maldito Lago Titicaca los ha castigado de por vida: el agua es
despiadada y glacial. Bañarse aquí es suicida. Tan suicida como una guerra.
CADA VEZ
que conversaba con algún marino de cualquier rango, la conclusión era la misma:
Bolivia con gas ya no era la misma Bolivia pobre de antes, ese país que
reclamaba desde hacía cien años una salida a la costa que alguna vez fue suya.
Ahora se trataba de un país con la segunda reserva más grande del continente,
después de Venezuela. La veta de gas descubierta en Bolivia bordeaba los 50
trillones de pies cúbicos y estaba valorizada en 70 mil millones de dólares.
Dinero suficiente para pagar catorce veces su deuda externa. Y para comprar
veinticinco veces más armamento del que adquirió Chile durante todo el 2003,
quien fue además el país que más gastó en América Latina. Mientras uno se
convertía en millonario, el otro nutría su arsenal. Las piezas del ajedrez
regional se habían empezado a mover. Semanas más tarde el canciller del Perú
aparecía en los diarios de Lima y Santiago renegando con elegancia y aduciendo
que estaba pendiente la frontera marítima entre Tacna y Arica, y La Moneda
respondía que no había nada que resolver. Los ejércitos de la diplomacia
cruzaban reclamos sobre ese viejo pleito pendiente que, con la necesidad de
Bolivia de salir al mar, se volvía obligatorio. Y de nuevo, una vez más en la
historia, Chile, Perú y Bolivia caminaban juntos hacia ninguna parte. La misma
hipocresía de siempre en el vecindario. Los mismos países que se declaran amor
eterno en Naciones Unidas, o en esas cumbres a las que los presidentes van para
tomarse fotos cogidos de la mano, después se patean bajo la mesa. Creen que
nadie los ve. Y pasa entre todos: Bolivia y Chile, Chile y Perú, Perú y
Ecuador, Argentina y Chile. Mientras el Primer Mundo sigue llenándose los
bolsillos y vendiéndoles lo que sea a estos países distraídos, que jamás podrán
ser el David que vence a Goliat si compiten contra ese mundo de a uno. Sólo el
estado de California produce más divisas que toda América Latina junta. Y pese
a eso la unión de los latinoamericanos cada día está más lejos.
HABÍA
LLEGADO a Bolivia el día anterior. Faltaba muy poco para aterrizar. El lago más
alto del mundo había quedado atrás y el altiplano había aparecido por la
ventanilla del avión como una mesa de billar. Liso y verde. Perfecto. La
capital no parecía ser la típica ciudad de los Andes en la que los aviones
tienen que hacer piruetas para poder colarse entre los cerros, antes de
aterrizar sobre un valle profundo. Aterrizamos, como en una sábana. El
aeropuerto de La Paz delataba desde sus salas de espera que Bolivia era la
segunda economía más modesta de toda América. El hermano pobre. Sólo unas diez
aerolíneas aterrizan regularmente aquí, y por eso había una atmósfera más de
provincia que de capital esclava de la especulación en Wall Street. Era viernes
pero parecía domingo. No hubo que pelearse entre el tumulto por las maletas. Ni
nadar entre las mareas humanas de otros aeropuertos. Ni buscar ayuda para nada
porque era imposible extraviarse. Cogí un taxi hacia el centro de La Paz. El
aeropuerto queda en El Alto, un distrito desde el cual se desciende hacia la
ciudad por una carretera culebra. Tuve que soportar los aullidos de las bocinas
y la tos de los buses y el abultado desorden de los comerciantes de El Alto,
antes de poder asomarme a La Paz. De pronto, como si se corriera una cortina,
apareció la ciudad hundida en un socavón. La capital de Bolivia parecía una
ciudad sembrada en un cráter. Y en medio del tapiz de cemento que la cubría,
una veintena de edificios delgados como alfileres señalaban el camino hacia el
centro.
El taxista
me iba contando las últimas noticias del mar. Me dijo que los chilenos seguían
haciéndose los locos con su reclamo, que se esperaba un próximo referéndum para
decidir por dónde saldría el gas, que los bolivianos comunes y corrientes
preferían que sea por Perú y que muchos temían que, si salía por Chile, ellos
podrían hacerles alguna trampa. Igualmente, los ricos de Bolivia decían que era
mejor negocio llevar el gas a la costa chilena, porque estaba mucho más cerca
que la de Perú. También me dijo que aquí los peruanos eran famosos por ser
hábiles ladrones y que los chilenos eran famosos por ser estupendos
empresarios. Mientras nos acercábamos al centro de La Paz, la ciudad se hacía
cada vez más indefinible. Una extraña mezcla entre el aire botánico
metropolitano de Bogotá y la anarquía acelerada de Lima. La Paz es una ciudad
sobre los tres mil seiscientos metros de altura, en la que las calles siempre
suben o bajan, haciendo que el acto de caminar sea una proeza cardíaca.
Conserva el encanto añejo de las tradiciones que subsisten en medio de una
aparente modernidad transnacional. Muchos negocios cierran a la hora del
almuerzo. Quizá los paceños gocen haciendo su siesta. Las señoras mayores que
se ven por la ciudad no muestran el menor entusiasmo por la renovación de sus
vestidos de los años sesenta. Y son pocos los jóvenes que parecen andar al día
con el último grito de la moda. Es difícil encontrar librerías bien surtidas y
cines con proyectores y butacas y buen olor a forro nuevo. Al menos eso es lo
que se ve desde la vitrina que es la Avenida del Prado, que atraviesa como una
cicatriz la cara más céntrica de La Paz.
Esa misma
tarde fui a conocer al jefe del Estado Mayor de la Armada de Bolivia. Y me dijo
una única y gran verdad: quien escoge ser marino boliviano es porque tiene, en
cierto sentido, alma de sacerdote. Es el militar más sentimental de las fuerzas
armadas, y cuando camina por las calles de La Paz la gente lo saluda y lo
felicita de lejos y de cerca. Los marinos son como carteles humanos que le
dicen a toda Bolivia “no se olviden del mar, volveremos a él”. Desde que quise
venir a conocer a sus marinos, no hubo el menor problema y el capitán
Fernández, quien me recibió, fue muy gentil y atento. Después me enteraría de
que tuve suerte, algo que no le pasó a Sergio Paz, un amigo periodista chileno
con abuelo boliviano, que llegaría días después y a quien tratarían de forma
sospechosamente hostil. Paz me contó que primero le dijeron que lo atenderían
en Tiquina, pero cuando llegó no sólo no lo dejaron entrar a la base del
Titicaca sino que lo revisaron y le pidieron sus documentos como si fuese un
espía. Encima de eso, un capitán de apellido Rodríguez, a quien yo jamás
conocí, le dijo con sinceridad aplastante algo que Paz tardó en creer:
“Nosotros odiamos a los chilenos”. Plop. Y se lo confesó sin rodeos. Pero el
capitán Fernández, quien me condujo hasta el almirante Jorge Botello, es lo más
lejano al marino que atendió a Paz. Por suerte.
Cuando
llegamos al despacho del jefe del Estado Mayor, éste estaba terminando de reunirse
con el agregado naval de Corea. Bolivia no tendrá mar, pero tiene cuarenta mil
kilómetros de ríos navegables y un acceso al océano Atlántico gracias al
corredor fluvial Paraná-Paraguay. Fue por ahí que llegó hasta Bolivia el buque
insignia, la embarcación más importante que tiene su Armada. Mientras
esperábamos que nos recibiera, el capitán Fernández, un tipo cobrizo de
mejillas infladas que siempre está sonriendo, me sorprendió con la historia de
la marina. Después de la guerra con Chile la Armada de Bolivia desapareció. Recién
en 1963, el presidente Paz Estensoro decidió reabrir la marina boliviana. Fueron
más de ochenta años los que este país vivió sin marineros ni sueños de mar. Como
me diría después el director de la Escuela Naval, en los años sesenta se
propagó en Bolivia un nuevo ánimo naval. Ver caminar por La Paz a hombres
vestidos de blanco era como si, de golpe, el país hubiera pegado una zancada en
su camino hacia la costa. Todos volvían a soñar. Y los primeros marineros
estaban ahí, como letreros que le gritaban al país “el mar nos pertenece por
derecho, recuperarlo es un deber», lema que hoy es el más repetido por el
Ejército. Quizá por eso ser marino en Bolivia sea la última forma de idealismo
en América Latina. Ya no hay revoluciones ni revolucionarios, pero hay marinos
sin mar que sueñan y dan esperanzas a todo un país con su sola presencia.
Tras hablar
con el jefe de la Armada, fui a buscar a los marinos más jóvenes. Cerca de
quince cadetes habían formado un círculo espontáneo en el salón de recreo. La
Escuela Naval quedaba frente a una fábrica de cerveza, a unos quince minutos
del centro de La Paz. Al entrar te recibía un retrato enorme de Miguel Grau, el
héroe nacional de la marina peruana. ¿Qué hacía Grau ahí? Lo habían adoptado
como héroe suyo, al no tener ellos uno que hubiera fallecido en combate. De
todos modos, Grau había muerto defendiendo Punta Angamos, en la antigua costa
boliviana. Tenían razones para quererlo. En el amplio salón había cadetes de
quinto año y de tercero y de primero. Cada uno creía tener una verdad sobre el
mar. El cadete Seoane, de segundo año, abrió los ojos como si frente a él
apareciera el océano que había confeccionado con tanto cuidado en su cabeza. Una
imagen tejida con los retazos de los cientos de fotos del mar que había visto
en Internet pero que él jamás había visitado.
—No conozco
el mar. Me lo imagino no como algo físico, sino como algo espiritual. Extenso,
inmenso, y en el que la gente busca algo como el infinito.
Otro
cadete, uno de voz ronca y que parecía ser el más educado y correcto y sabio
del grupo, me dijo:
—Al
principio me impactó la brisa marina que te entra a los pulmones. Sientes una
melancolía grande, por no tener una costa propia. El agua es saladísima, como
te la cuentan. Las rocas, la arena, el olor. La emoción es gigantesca.
Todos han
empezado a confesar cómo fue su primera vez, si la hubo. Y cada cosa que dicen
me demuestra mi incapacidad para descubrir las sorpresas de lo obvio. Como
siempre he vivido cerca del mar, es fácil ser un aguafiestas de los marinos. Pero
oigo al cadete Albán, un tipo pequeño pero corpulento, quien confiesa haberse
quedado asombrado con una puesta de sol en Mar del Plata, donde entrenaba con
marinos argentinos. Se suma el cadete Suárez y me jura que hay que tener
vocación y gusto por el mar desde que naces. Y otro me cuenta que se enamoró
del mar por el cine y por esa imagen que tenía metida en la cabeza y en la que,
en el fondo del horizonte, el cielo y el mar se borran mutuamente. Pero también
hay alguien que me dice que adora el mar y no lo conoce. Es un cadete
coleccionista de fotos de todos los mares. Quizá sea su forma de poseerlo. De
tenerlo en la mano. De cumplir el sueño boliviano.
HACE POCOS
días me desperté con Bolivia. Prendí la televisión en la mañana para ver el
informativo y todas las cadenas peruanas anunciaban lo mismo. Bolivia había
decidido exportar su gas por Perú. Era más caro, decían los analistas de la
CNN, pero el embajador boliviano le explicaba en directo a todo el Perú que
tomaba su desayuno, que ésta era una decisión política. Una forma de decirle a
Chile que se había perdido la oportunidad de su vida, por no querer negociar ni
una franjita ridícula de costa con ellos. Al rato, los primeros parlamentarios
peruanos opinaban y algunos ministros pronosticaban un gran crecimiento durante
dos décadas en el sur del Perú. A mediodía apareció el presidente Toledo
entonando la cadencia solemne con que ha anunciado al país las buenas y, sobre
todo, las malas. Se tomó su tiempo y luego añadió con un suave dramatismo
calculado: “He hablado esta mañana con el presidente Carlos Mesa y me ha
manifestado su intención de sacar el gas boliviano por un puerto del Perú”. Demasiado
bueno para ser cierto, creyeron todos. Pasaron horas. En la noche hubo un
ciclón de desmentidos por parte del presidente Mesa, quien tuvo que
desautorizar en prime-time a su propio ministro de Hidrocarburos, que había
dicho que el gas saldría por Perú. El fallido anuncio de Toledo parecía
entonces un mensaje cifrado de Bolivia para que Chile se suavizara con ellos. Un
modo de advertencia: si no me das el mar que te pido desde hace cien años, le
doy mi gas a Perú y punto.
Entonces
recordé al capitán X y al capitán Y. Pensaba en ellos y pensaba en todo el
país. En cómo Bolivia entera era capaz de mantener un sueño por tantos años y
cómo creían que, ahora sí, con el gas, el mar estaba más cerca que nunca. Era
asombrosa su resistencia. Pero también pensaba en su fragilidad. Si el gas sale
por Perú, Bolivia renuncia a su propia costa para siempre. Una despedida
definitiva del mar. Si sale por Chile, empieza un riesgoso coqueteo con la
costa anhelada, algo que quizá jamás terminarán de ganar en la mesa de
negociaciones. De todos modos, hay algo que seguramente no va a variar en Bolivia,
lejos de cualquier decisión. En las casas y las escuelas, los adultos les van a
seguir repitiendo a sus niños que el mar les pertenece. Les van a seguir
diciendo que algún día, quizá quinientos o mil años más tarde, ellos volverán a
bañarse en las playas del océano Pacífico. Por derecho, por deber, por
romántica necedad.
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e tengo una gran estima al pueblo de bolivia y de verdad no se si tengo o no razon pero si esa parte del mar le correspondiera estaria seguro que ya ellos hubieran luchado por su parte del mar claro esta esta pelea seria con argumentos y no con guerra